La mujer ha sido considerada tradicionalmente como un sector atrasado
de la sociedad. La explicación a esto hay que buscarla en la doble
explotación que sufre bajo el sistema capitalista. Una mirada atrás en
nuestra historia nos demuestra que, en los periodos revolucionarios, las
mujeres han logrado conquistar derechos fundamentales.Setenta años
después de la revolución española recuperar estos logros es un homenaje
obligado.
La II República trajo enormes esperanzas especialmente para las
mujeres. En la Constitución de 1931 se les reconoció el derecho al voto y
a ser elegidas para cualquier cargo público. El año siguiente se aprobó
la Ley de Matrimonio Civil y la Ley del Divorcio, en ese momento la más
progresista de Europa, ya que reconocía el divorcio por mutuo acuerdo y
el derecho de la mujer a tener la patria potestad de los hijos. Ambas
leyes supusieron un duro revés para la Iglesia, que veía recortadas sus
funciones e influencia en el seno de la familia, y un gran paso adelante
para que la mujer saliese de su órbita de influencia.
En 1936, bajo la presión de la revolución, el Gobierno de la Generalitat
de Catalunya despenalizó y legalizó el aborto, además de legalizar el
matrimonio civil y el divorcio libre. No es casualidad que esto se
consiguiese en una zona donde las mujeres estaban más incorporadas al
trabajo industrial. En 1935 se decretó la abolición de la prostitución,
dado que hasta ese momento el cuerpo de la mujer era considerado
legalmente por la burguesía como una mercancía en venta.
Politización creciente
La mujer había dejado de tener una actitud pasiva y resignada para
empezar a tomar parte activa en la lucha. Al mismo tiempo que aumentaba
su incorporación al mundo laboral y a las movilizaciones, iba aumentando
su participación en los sindicatos y partidos obreros.
En el Congreso de la UGT de 1932 se aprobó bajar la cuota para la mujer
como una manera de facilitar su afiliación, debido a la inferioridad de
sus salarios, y también se aprobó incrementar la propaganda entre las
trabajadoras, que hasta ese momento había sido más bien escasa. Es en
este momento cuando por primera vez se incluye en su programa la
consigna “A igual trabajo, igual salario”. Esta orientación hacia las
trabajadoras tuvo un rápido efecto: de 18.000 afiliadas que tenía la UGT
en 1929, pasó a tener en los primeros meses de 1936 más de 100.000.
La CNT siguió el mismo camino y en 1936 tenía más de 142.000 afiliadas.
Una de las características más importantes en este proceso de
incorporación de la mujer a la lucha, es que en todo momento lo que
predominó fueron las reivindicaciones de clase. No hubo cabida para
ningún tipo de reivindicación feminista burguesa. En el movimiento
anarquista el proceso fue más difícil ya que había distintos sectores
con posturas bastante dispares. Algunos defendían que el único papel de
la mujer era el de apoyar al hombre: “La mujer tiene que desempeñar un
papel accesorio de apoyo al hombre militante. Su misión central es la de
cuidar a sus hijos y compañero en el seno del hogar y, sobre todo,
actuar de apoyo al hombre”. Otros luchaban contra cualquier concepción
feminista, negaban que existiese ningún problema específico de la mujer y
por tanto no había que prestar demasiada atención a ese tema, y otro
sector defendía incorporar al programa de la CNT las reivindicaciones
específicas de la mujer.
La mujer en el frente
Las milicias obreras fueron el segundo ejército del mundo que
incorporó a la mujer, tras haberlo hecho el ruso por primera vez en
1917. Aunque, el número de milicianas fue escaso, su presencia en los
primeros meses fue relevante. Es precisamente en este periodo en el que
se produce la mayor afiliación femenina a las organizaciones obreras.
Cuando las tropas nacionales atacaron Madrid en noviembre de 1936, entre
las fuerzas que les hicieron frente se encontraban un gran número de
milicianas. En el frente de Segovia luchó con buenos resultados un
batallón de mujeres. También en Catalunya, en agosto de 1936 se creó un
batallón femenino, el cual fue enviado junto a otras tropas para
defender Mallorca e incluso en Asturias se ha podido documentar la
existencia de un grupo pequeño de milicianas, una de las cuales llegó a
ser capitana en una compañía de ametralladoras.
La división sexual del trabajo también permaneció en el frente. A las
mujeres se les asignaban tareas como preparar la comida, lavar la ropa a
los soldados y labores sanitarias. Aunque muchas milicianas quisieron
romper con las tradicionales asignaciones de tareas domésticas, las
diferencias de género estuvieron presentes.
La figura de la miliciana fue uno de los símbolos de la lucha contra los
militares sublevados durante los primeros meses del conflicto. Los
numerosos carteles de propaganda puestos en circulación durante la
guerra presentaron con mucho impacto la imagen innovadora de la
miliciana que, vestida de mono y cargando un fusil, marcha con paso
decidido hacia los frentes de guerra. Junto a esta imagen heroica de la
resistencia beligerante, contrasta la tradicional representación de la
mujer víctima del fascismo, la madre, defensora de sus hijos que reclama
la solidaridad antifascista y que, desconsolada por la pérdida de los
suyos, insta a la participación en la lucha.
La UMA
Las organizaciones antifascistas llegaron a aglutinar más de 60.000
afiliadas en más de 255 agrupaciones locales. La Unión de Mujeres
Antifascistas (UMA) se presentaba como única organización unitaria que
representaba a las mujeres antifascistas de cualquier afiliación
política y que reunía a mujeres comunistas, socialistas, republicanas y
católicas vascas. Sin embargo cabe destacar que la conjunción
socialista-comunista tuvo gran peso en la organización y que además el
Partido Comunista de España tuvo gran incidencia en su dirección y
orientación política, con La Pasionaria como presidenta. Las posiciones
políticas del estalinismo, negando la revolución española y sometiendo
toda la acción del proletariado español al apoyo a la república
democrático burguesa, tuvo sus consecuencias prácticas en la política de
la UMA. En julio de 1936, en vez de incorporar a las mujeres a la
revolución que estaba en marcha, y concienciarlas de que su liberación
sólo podría llegar liberando al conjunto de la clase obrera en lucha,
basaron su política en limitar la acción de la mujer a un respaldo a la
retaguardia.
De hecho, UMA no fue la única organización a pesar de sus intenciones.
Mujeres Libres y el Secretariado femenino del POUM presentaron, por su
parte, una identidad política más definida.
Mujeres libres fue la organización de mujeres de la CNT y organizó a
unas 20.000. Esta planteó la opresión de las mujeres como una opresión
específica dentro de la opresión de clase. Esto se explicaba así en su
revista: “No luchamos contra los hombres, no pretendemos sustituir el
dominio masculino por el femenino. Es necesario trabajar y luchar juntos
pues sino nunca tendremos la revolución social. Pero necesitamos
nuestra propia organización para luchar por nosotras mismas”.
La postura del POUM era distinta, no defendía una organización de
mujeres aparte y abogaban por un Frente Revolucionario de Mujeres
Proletarias que tuviese un contenido revolucionario. Su principal
objetivo era atraer a las mujeres al partido y plantear la lucha de las
mujeres unida a la de los trabajadores, como la única forma de derrocar
al sistema y hacer triunfar la revolución. Fue la única organización que
proporcionó entrenamiento militar a las mujeres, aunque para la defensa
de la retaguardia.
Hacia el olvido
Pero a partir de octubre de 1936 el panorama comenzó a cambiar.
Cuando Largo Caballero, Ministro de Guerra en el gobierno del Frente
Popular, apoyado por el PCE, y más tarde por los anarquistas, decretó la
prohibición de que las mujeres luchasen en el frente y que su labor se
limitase a realizar las tareas domésticas dentro de los batallones,
produjo una enorme decepción y frustración. Todas las organizaciones,
incluyendo CNT y POUM, acabaron defendiendo la retirada a la
retaguardia. Con esta política se frenó el ímpetu y la ofensiva
revolucionaria, así no se ganaba la batalla, sino más bien todo lo
contrario, se preparaba el camino hacia la derrota.
Tras el triunfo de la contrarrevolución fascista hubo más de 30.000
mujeres en-carceladas sólo en la cárcel de Ventas, en Madrid, y 1.000 de
ellas fueron fusiladas. Otro castigo reservado para las mujeres por la
dictadura, no sólo para las que habían tomado parte activa en la lucha,
sino también para las mujeres de los milicianos, para sus hijas, madres
etc., fue que eran encarceladas, rapadas al cero y paseadas por las
calles de sus pueblos y ciudades. Al mismo tiempo las mujeres
retrocedieron más de medio siglo en sus condiciones de vida y en sus
derechos, se prohibieron todas sus conquistas: el derecho al aborto, el
divorcio, los matrimonios civiles; y además se les prohibió
prácticamente el derecho a trabajar, quedando de nuevo confinada a las
cuatro paredes del hogar.
Gemma Papell es miembra d'En lluita
Artículo extraído del periódico
En lucha nº115, marzo 2006.
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